No quiso dar su nombre ni mostrar su cara. Pero se animó a hablar. Una de las exmonjas que denunció torturas en el convento de Nogoyá, contó detalles de los autoflagelos que la obligaban a cometer. Habló de la mordaza, el látigo, el cilicio y los golpes en las nalgas y dio una definición perturbadora: «El peor castigo es la tortura psicológica».
La mujer que hoy tiene 34 años entró al convento a los 18. Según contó a Periodismo para todos, lo que la motivó fueron las ganas de salir del ambiente donde vivía, porque atravesaba un hecho traumático en su vida. Pero lejos de encontrar paz vivió un infierno. «Sufrí castigos físicos, encierro de celda y duras reprimendas por parte de la superiora», relató.
La exmonja detalló que los castigos duraban entre diez y veinte minutos y denunció que, si cometían una infracción, la superiora las mandaba a encerrarse en su celda y volver a castigarse como una forma de pedirle perdón a Dios. «Me decía que por culpa mía, ella estaba enferma, la otra hermana tenía un tumor en la cabeza y la mayoría de las hermanas tenían gastritis. Yo me sentía culpable, le creía lo que me decía y por eso no me golpeaba despacito», confesó.
Años de soportar estos tormentos la llevaron a concluir que peor que el encierro, el frío y dormir en colchones de paja es la tortura psicológica. La monja contó que «más de una vez» le pidió a la superiora irse del convento y no la dejó. Tampoco pudo escaparse porque en el lugar hay rejas y todo está con llave.
Según su relato, las normas establecen que cada viernes y tres veces por semana durante la Cuaresma las religiosas se tienen que someter al cilicio: una corona de alambre que aprieta la pierna y lastima. Sin embargo, dijo que la madre María Isabel, como se hace llamar Toledo, las mandaba a lastimarse, además, «por cualquier infracción». Como si no bastara con el látigo y el cilicio, también usaban una mordaza «para reparar los pecados de palabra». Este artefacto para mantener la boca cerrada podía permanecer en su boca durante un día o una semana.
A pesar de que hasta el día de hoy la mujer habla con voz nerviosa y tiene miedo de mostrarse, la Justicia parece haberle dado la razón. Este sábado, el fiscal federal Federico Uriburu imputó a la madre superiora por «privación ilegítima de la libertad». La mujer, de 63 años, está a cargo del convento hace diez años y tendrá que declarar el miércoles.